Por Fernando N. Molina

El peronismo no nació en 1945, o al menos no nació de la nada. Fue una suma de tendencias culturales y pulsiones internas  acumuladas a lo largo de la historia del país. En los versos de José Hernández, entre los deseos de justicia social del Martín Fierro y los consejos pícaros del Viejo Vizcacha, se encuentra una profunda definición del ser nacional, que el peronismo vino a expresar mejor que nadie. Tanto que podría decirse, sin temor a exagerar, que hoy el movimiento creado por Perón, o al menos su filosofía, expresa algo así como una segunda naturaleza de los argentinos, la parte no cambiante de nuestra personalidad, aquella que sólo es factible modificar parcialmente partiendo de aceptarla, nunca jamás negándola. Intentando profundizar su parte positiva y limitando su aspecto negativo, pero sin reemplazarla por otra cosa, simplemente porque eso no parece ser posible.

El peronismo es, en la Argentina, lo que permanece cuando todo cambia. Pero como siempre renace con una máscara distinta a la anterior, parece que en cada ocasión fuera el representante del cambio. En realidad no hay nada más igual a sí mismo que  el peronismo aún entre sus caras más contradictorias. Es la expresión más acabada de cómo somos, que se resiste a dejar de ser como es, y en ello nos arrastra a todos.

A pesar de que se adapta a todos los tiempos mejor que nadie, el peronismo jamás deviene nada ajeno a sí mismo por más que cambie de ideología. Sólo existen sus adhesiones a las tendencias del momento, pero para  peronizarlas y así neutralizarlas como competidoras, quitándoles su potencialidad de cambio.

Por estos meses, los no peronistas cometieron un error monumental que les debería hacer repensar todas sus concepciones frente a un peronismo que se metió en todos lados: amontonado en la fórmula Fernández – Fernández, republicanizado tras Lavagna y la fallida opción federal y hasta macrizado con Pichetto. Entonces se creyó que el peronismo, al estar en todos lados, se estaba diluyendo en el todo social. Pero el peronismo no se estaba diluyendo, sino que se estaba reproduciendo. Otra vez avanzaba por la hegemonía, otra vez buscando que no quede un ladrillo que no sea peronista, otra vez al vamos por todo. Digan lo que digan.

El primero que intentó cambiar al peronismo fue el propio Juan Perón cuando en su regreso al país luego del largo exilio decidió acabar con la grieta que él mismo había contribuido a crear entre peronistas y antiperonistas. Para eso se abrazó con Balbín y buscó gestar un peronismo integrado al sistema republicano. No obstante cuando Perón quiso unificar ambos países, su propio movimiento se le levantó en furia con una violencia que ni siquiera había ocurrido en los viejos enfrentamientos con el antiperonismo. El peronismo entero se le rebeló a Perón ante su intento de cambiar el movimiento que él mismo había creado. Frente a la disidencia brutal entre su ala izquierda y su ala derecha el General no tuvo respuesta. El líder quería cambiar pero no sabía cómo hacerlo, quizá porque él mismo no había cambiado tanto como se suponía.

Algo parecido, salvando las proporciones, le pasó al peronismo renovador de los años 80, que intentó  expresar un peronismo republicano y antipopulista, logrando otro estrepitoso fracaso. Mientras que el menemismo y el kirchnerismo, que hicieron suyo todo el peronismo sin beneficio de inventario, tal como es, sin cambiarle nada de fondo, fueron exitosos. Y ahora parece que enfrentamos a otro experimento peronista similar, donde detrás del supuesto cambio que prometen, no hay cambio: dos Fernández que durante todo el último gobierno K estuvieron en las antípodas, y donde ninguno se arrepiente de nada de lo que hizo y/o dijo en ese entonces, se proponen para gobernar juntos. Han hecho del peronismo, como sus antecesores, un antibiótico de amplio espectro que cura todas las heridas, porque gusta a los que creen que Cristina no cambió nada y a los que creen que con Alberto se cambiará todo, incluso Cristina. Ambos le han sabido dar un abrazo a los peronistas de todos los colores para atraerlos. Así, todos caben dentro de esta extraña pareja que habiendo sido entre ellos todo lo contrario, dicen que ahora son lo mismo sin haber hecho ningún mínimo reconocimiento de cuando fueron todo lo contrario.

Es que en el peronismo no importa en absoluto donde estuvieron o que hicieron antes. Lo que importa es donde están ahora. Si el general Milani hubiera sido antiK, sería acusado por los K de represor, en cambio al ser K, Hebe de Bonafini lo considera liberador. Pasar a ser “compañero” implica, por definición, el perdón de los pecados, o incluso más, la transformación de los mismos en virtudes peronistas.

Al peronismo hay que analizarlo no tanto por lo que hicieron sus políticos sino por la mirada que de él tienen los peronistas de abajo. Para ellos, el peronismo fue el último intento de movilidad social del país, el ascenso desde el subsuelo de  una gran parte olvidada de la población que nunca se olvidó de la autoestima que Perón les ofreció. Para esas personas el peronismo representa los ideales gauchos del Martín Fierro, aunque una enorme cantidad de sus líderes sean seguidores de los consejos del Viejo Vizcacha.

En síntesis, el peronismo no es ni bueno, ni malo, ni incorregible. Es como nosotros. Y no esperemos que él cambie si no cambiamos primero nosotros. Todos nosotros. Peronistas, no peronistas e incluso los antiperonistas.